En cuarentena, quedate en casa. Desde Norte Puntano, te compartimos textos de autores de la región.
Fernanda Alza es docente jubilada. Tiene cuatro hijos y desde hace algunos años reside en Luján, donde forma parte del grupo de Narrativa local. Es una de las organizadoras de la Primera Feria del Libro de la localidad.
El parque de las hamacas
Si yo pudiera elegir, elijo ir al parque de las hamacas, ese donde hacen esos pochoclos con ese olor tan rico. Era lo que se leía en el globo de pensamiento de “el pillo”, que mientras se calzaba tenía tiempo para la imaginación. Con sus patitas flacas y las zapatillas grandes ya estaba listo para la acción. Con la mirada cómplice de todos los días se fue acercando a su compañero de aventuras. El relincho de bienvenida le dio a entender que ya estaba listo para enfrentar la rutina. Sólo demandó un poco de agua. Se dejó atar al carro. El día de trabajo había comenzado.
Probar esos pochoclos de olor rico del parque de las hamacas, eso me gustaría más que nada en la vida. Su olor es tan dulce que a veces sueño que estoy comiendo un balde de pochoclos. Mientras se calzaba José podía hablar con sus juguetes preferidos, los que tenía alrededor de su cama. Con sus zapatillas puestas ya estaba dispuesto a enfrentar el diario trajinar, propio de un niño. Desayuno, peinado, uniforme escolar y manzana para la media mañana.
Los deseos y la realidad a veces no van de la mano, pero no por eso hay que darse por vencidos. El parque de las hamacas, con sus colores y sus olores, parecía salido de un cuento de hadas o de duendes. Era como si alguien lo hubiera recortado y pegado en ese lugar y hubiera cobrado vida.
– ¡Ya estamos llegando al parque, amigo! ¿Sentís el olor a los pocholos? ¿Te conté que un día me compró un balde? – iba diciendo “el pillo” sin esperar respuesta, no la necesitaba, sabía que su amigo lo entendía.
– ¡Mirá, caballito mío, ahí está el parque de las hamacas! ¿Te dije que un día me bajo y me compro un balde de pochoclos? Tiene que ser un día que no tenga que ir ni a inglés, ni karate o pintura. ¡Nos bajamos los dos! ¡No sientas miedo no te dejo solito! -susurraba Juan, para no ser oído por sus padres, que iban en los asientos de adelante del auto.
La noche, en algunos momentos, le quitaba horas al día y llegaba de repente. Cuando los días resultan tan trajinados parecen que se pierden horas de sol, pero es sólo eso, una sensación. Los ojitos de “el pillo” se cerraban de cansancio, las manitos chiquitas, pero curtidas por el trabajo, se relajaban soltando las riendas. Se lo podía permitir, su amigo caballo lo iba a dejar en su casa y el parque de las hamacas a esas horas estaba apaciguado, opaco.
El regreso a casa, de noche, para Juan era el descanso que ya comenzaba en el asiento mullido del auto con su almohadón color violeta con forma de caballo. Abrazado a su amigo incondicional se podía permitir que el sueño lo venciera. Muchas horas de encierro y de clases activas fueron agotando el cuerpito de seis años. El parque de las hamacas a esas horas estaba apaciguado, opaco, no valía la pena esforzarse por estar despierto si ya no podría disfrutar de sus olores y colores.
La siesta reparadora de regreso a casa le inyectó a “el pillo” la energía suficiente para bajar del carro la cosecha de cartones que supo conseguir a lo largo del día, darle de comer a su amigo caballo y todavía le alcanzó para mimarlo y susurrarle secretos al oído. Con los últimos alientos de voluntad se lavó las manitos de niño trabajador y se acostó arrastrando a la cama los sueños que ya había empezado a soñar.
Unas manos suaves de mamá se ocupan de Juan y del caballo de peluche violeta. Con un ojito abierto y el otro cerrado, Juan observa todo el protocolo alrededor del baño diario, que él tanto detestaba. Después venía la cena, era todo un proceso largo, largo y él ya quería estar en la cama para seguir soñando el sueño que ya había empezado en el viaje de regreso a casa.
Parecía casi imposible, pero no, por fin “el pillo” y Juan pudieron seguir soñando. Los sueños que surgen cuando son tan esperados, además, como son originados en niños pequeños, tienen mucha fuerza. Es una fuerza casi mágica, con colores, olores y texturas.
Los pochoclos más ricos y grandes estaban en el parque de las hamacas. Ese día en particular parecía que con su olor dulzón estaban contando que el sabor era insuperable. El balde era más grande que los días anteriores, él lo sabía muy bien porque siempre que pasaba por ahí quería estar abrazado a uno de ellos. El color también era más brillante y cautivador. Fue corriendo siguiendo el aroma, sacó el dinero y se pudo abrazar a un montón de pochoclos, se metió uno al azar a la boca, un suave sabor dulce le embriagó la boca. Las hamacas estaban desocupadas, eran todas para él. Saboreando ese pochoclo, el mejor de todos, se hamacó suave, despacio, siendo consciente de cada bocado, de cada movimiento.
Intentaba cerrar los ojos para seguir eligiendo cada uno de los bocados blancos y crujientes, saborearlo con cada papila gustativa y volver a elegir. Fue inútil, ya estaba despierto, el balde brillante de copitos blancos se esfumó con el relincho de su amigo caballo, había llegado el momento de juntar cartones.
Prefirió la hamaca amarilla porque estaba más cerca del carro de pochoclos, por las dudas el balde que se acaba de comprar no le alcanzaba, ¡el balde brillante de copitos blancos se olía tan rico y se sentía mejor! Con ese caramelo delicado, sutil, que se pegaba en el paladar, regalando la dulzura justa para buscar otro bocado sin pérdida de tiempo. Una mano tibia que le tocó el cachete que tenía al descubierto, que no había alcanzado a tapar con la sabana, lo despertó. Pensó que si mantenía los ojos cerrados podía seguir degustando ese pochoclo grande que estaba a punto de agarrar cuando su mamá lo despertó. Empezaba la larga jornada, el balde brillante se esfumó junto con el sueño.
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