
El escritor, que falleció en junio de este año, pinta con palabras en este texto y menciona personas y comercios de aquel entonces. Con su pluma, Jorge Sallenave, dejó un gran legado por lo que será recordado en toda la provincia de San Luis.
Por Jorge O. Sallenave (*)
— ¿Quién habla? —preguntó Miguel Arce.
El teléfono hasta ese momento bullicioso e ininteligible quedó mudo. El joven abogado mantuvo el auricular pegado a su oreja con la esperanza que la comunicación se restableciera, después colgó.
El aparato volvió a sonar, pero en esta oportunidad las interferencias habían cesado y escuchó con claridad la voz de Alejandro Meissinger, un clasificador de pieles de nacionalidad alemana que vivía en Villa Ballester, provincia de Buenos Aires.
— ¿Cómo anda ese estudio? —preguntó después de saludarlo.
—Todavía no he visto un cliente —respondió Miguel.
—Los comienzos son siempre difíciles, pero usted tendrá éxito —afirmó Alejandro sin tutearlo, pese a que lo conocía desde niño.
—Eso espero.
Alejandro había sido amigo de su padre. Su oficio, difícil y lucrativo, consistía en aconsejar a las peleterías de Capital Federal en la compra de pieles. Tarea que implicaba realizar una clasificación previa de la mercadería por categorías. Se trataba de una actividad que exigía experiencia, buena vista y tacto pulido.
—Necesito conectarme con una barraca o curtiembre de San Luis. Se ha despertado un interés sin precedentes por la piel de zorro. Es el momento justo de hacer una buena diferencia.
A Miguel, recién instalado, el comentario no le resultó indiferente.
— ¿Se puede ganar mucho?
—Triplicar por lo menos ¿le interesa el negocio?
—Creo que en estos momentos cualquier negocio me interesa. Lo que sucede es que no sé nada de cueros.
No tiene importancia el interés es tan grande que ni siquiera se clasificarán. Suficiente que no estén apolillados.
— ¿Y el precio?
—Yo pago $7.50 la unidad. A usted, cuando mucho, le pedirán tres. Como ve no es tan difícil.
— ¿Cuántos necesita?
—Los que pueda comprar.
—No dispongo de dinero.
—Libre cheques a fecha. El próximo sábado estaré ahí con el dinero. Usted cubre y todo en paz. Eso sí, el jueves a la noche me avisa cuántas pieles compró para saber qué efectivo tengo que llevar.
—Me gusta la propuesta, pero no los compraré en barracas. Iré a Quines, Luján y Candelaria. En esa zona los almacenes de ramos generales me harán mejor precio.
—Eso lo decide usted. Espero noticias.
Miguel Arce, apenas colgó, se preguntó si había hecho bien en aceptar.
Analizó en la soledad del escritorio jurídico, cómo encarar la tarea. No contaba con mucho tiempo. El miércoles, a lo sumo el jueves, debía salir en busca de vendedores. “Solo no podré lograrlo. Además, no tengo chequera”, pensó. “¿A quién conozco que sepa algo sobre pieles?”, se preguntó y su pensamiento le trajo la imagen de “Vasquito” Núñez.
Vasquito, como Alejandro, había sido amigo de su padre. Vivía en calle Hipólito Irigoyen, llegando a Bolívar, en una casa donde ocupaba una habitación en el fondo, contigua a un taller en el que realizaba pequeños trabajos de carpintería. Petiso, obeso, con barba tipo candado, ojos verdes que mantenían una mirada agresiva, desafiante. Con voluntad diluida y cambiante para el trabajo, férrea si se trataba de disfrutar una excursión de pesca o caza.
Vasquito, dos décadas atrás, era un invitado permanente en la casa de su padre y mantenía igual continuidad en las cacerías que realizaban en zona de Eleodoro Lobos todos los fines de semana, siendo el encargado de cuerear vizcachas y desplumar ñandúes.
“Fueron años lindos”, se dijo Miguel y recordó sonriente que el Vasquito en una oportunidad cayó dentro de una vizcachera hundiéndose hasta el cuello. Y en otra, una vizcacha herida se le prendió de la botamanga del jardinero que vestía y, pese a sus saltos y gritos, el animal no lo soltaba. “Nos hacía pasar buenos momentos con sus bromas y percances, y daba gusto verlo planear negocios brillantes que jamás lograba realizar”, se dijo.
Tenía presente una fábrica que proyectó en los fondos de la casa, donde envasaría dulces de durazno, ciruela y damasco. Tarea que lo llevó a comprar la producción de dos fincas del Bajo Chico. Como era previsible solo usó las frutas de dos plantas porque desistió al llenar el envase número cuarenta. “Le tenía pavor al agua”, porque recordaba el día en que resbaló en una barranca y rodó hasta un arroyo de treinta centímetros de profundidad, donde trató de levantarse mientras clamaba: “¡Ayuda, me ahogo, no sé nadar!”.
“Cada tanto desaparecía y papá decía que se fue de viaje. Recién adulto me di cuenta que Vasquito sufre fuertes depresiones y cuando eso sucede se interna. Aun así, lo invitaré a participar en este negocio. No será letrado en cueros de zorro, pero sabe más que yo”, concluyó Miguel.
Aún le quedaban pendientes dos temas: conseguir alguien con chequera y que conociera a los almaceneros del norte.
“Julio Pérez”, pensó.
Julio Pérez, de la misma edad que Miguel, había nacido en Quines. Si bien el secundario lo cursó en Villa Mercedes y se recibió de contador en Córdoba, mantenía una estrecha relación con los habitantes del norte puntano por dos motivos: su familia seguía viviendo en Quines, el primero; el segundo, su interés por la política. En ese tiempo, principios de la década del 70, militaba en el Partido Demócrata Liberal, pero por influencia de Guillermo Belgrano Rawson se preparaba para constituir el Movimiento Popular Provincial. Como Miguel, se encontraba dando los primeros pasos como profesional. Sus clientes eran, precisamente, gente del norte.
“Con Julio completo el equipo”, afirmó para sí Miguel y sin pensarlo más cerró el estudio y se dirigió al domicilio de Vasquito.
Tuvo suerte, estaba en su casa y de buen humor. Aceptó la propuesta de inmediato.
— ¿A qué hora me pasás a buscar?
—A las siete. Cualquier dificultad te aviso, advirtió Miguel, porque aún no había hablado con su otro socio.
“Sin chequera no hay viaje”, pensó.
Julio Pérez apenas lo vio entrar en la oficina vino a su encuentro.
— ¡Qué hacés! —lo saludó—. ¿A qué debo el honor de tu visita?
Alto. De piel oscura. Delgado. Sonrisa franca que ponía al descubierto sus dientes largos y de blancura llamativa. De trato afectuoso, campechano. Con una leve entonación cordobesa, adquirida en su época de estudiante. Características que apuntalaba mechando la palabra “varón” en cualquier frase.
—Usamos mi chequera, no hay problema varón, pero si el alemán ese no viene ¿quién se hace cargo del muerto?
—Vendrá, aunque sea a pie. Es un tipo de palabra.
— ¿Y si se muere?
— ¿Y si vos te morís?, algún riesgo siempre hay.
—Sí varón, pero el que pone la firma soy yo. Y la cara, porque allá a vos no te conocen.
—Está bien, buscaré a otro con más huevos.
Julio Pérez lo miró, sin dejar de sonreír, tomándose unos segundos para decidir.
—Está bien, somos socios. Si las cosas salen mal, de alguna forma arreglaremos.
—Una cosa más, tendremos que usar tu auto, el mío no creo que aguante.
—Che varón, ¿qué vengo a ser, el socio capitalista? ¿El Rockfeller de los zorros?
—Más o menos, pero te llevarás un treinta y tres por ciento.
—Se verá ¿querés otro café? Te lo descuento cuando cobremos.
A la mañana siguiente los tres compradores fueron puntuales. Aún era de noche cuando Miguel y Julio llegaron a la casa de Vasquito. Este después de saludarlos, cargó un equipo de mate y un rifle.
—Por las dudas que se nieguen a vender —dijo riendo Miguel al ver el arma.
—No desperdiciaré la oportunidad de cazar algo.
Tomaron el camino del alto, el que suelen usar los promesantes al Cristo de la Villa de la Quebrada. En ese entonces sin pavimentar, de ripio e innumerables lomos de burro.
Apenas habían dejado atrás la ruta a San Juan, Vasquito comenzó a cebar.
— ¿A quién visitaremos primero? —preguntó tomando el primer mate.
—Un tal Quiroga en El Barrial —informó Julio.
— ¿Tiene almacén?
—No, es un criollo al que le gusta cazar. Según Miguel debemos comprar todo lo que haya así que…
—Visitémoslo entonces.
Al llegar al rancho debieron tocar bocina en tres oportunidades antes de ser atendidos.
Un anciano apareció por la única puerta de la vivienda. Llevaba botas, bombachas y sombrero de ala ancha. No bien superó el irregular dintel de madera se detuvo, sin acercarse al vehículo. Julio descendió.
—¿Cómo anda don Quiroga? —saludó.
El anciano se tocó el sombrero, e hizo una leve inclinación de cabeza.
— ¿Se acuerda de mí? —preguntó Julio aproximándose.
—Contador, qué gusto. Hay poca luz y tengo los ojos cansados, no lo reconocí. No me diga que estamos cerca de votar.
—No don Quiroga, por el momento no hay elecciones. Me trae otra cosa.
—Usted dirá.
—Quiero presentarle unos amigos. Son compradores de cueros.
—No me diga, andan escaseando.
Después de los saludos Julio insistió con el tema.
—Quieren comprar cueros de zorro.
El anciano permaneció en silencio mirando de soslayo a Miguel y Vasquito. Al mismo tiempo con la punta de la bota derecha parecía hurgar el suelo.
— ¿Usted tiene alguno?
—Nada m’hijo. Los pocos que tenía se los vendí a un barraquero ayer.
— ¡Qué macana!… Y bueno, dígame don Quiroga, si se puede saber cuánto le pagaron.
—No sé, tendría que sacar la cuenta porque tratamos al barrer: zorros, gatos y vacunos.
—Más o menos, para darnos una idea.
—Yo diría… un peso, tal vez un poquito más.
—Esto se llama llegar tarde. Mis amigos andan ofreciendo dos por cada cuero.
Quiroga no demostró que el comentario lo afectara. Es más, cambió de tema.
— ¿Cómo anda el doctor? —preguntó refiriéndose de esa forma a Guillermo Belgrano Rawson.
—Bien, muy bien.
—Hace tiempo que no se lo ve por acá, es cierto que se está por abrir.
—Se comenta —contestó Julio de manera ambigua, porque la formación de un nuevo partido era un tema de dirigentes y agregó—: ¡Bueno, nos vamos!
— ¿No quieren pasar un momento?
—Tenemos que ver mucha gente, otra vez será.
—Así que pagan dos pesos, si me esperan, me fijo si algo quedó, dijo el anciano y dando media vuelta ingresó al rancho.
Minutos después reaparecía con veinte cueros que arrojó al suelo levantando una polvareda.
—Se me había olvidado que los tenía.
Al continuar el viaje Miguel recomendó a Julio que compraran donde aceptaran cheques.
—Si seguimos pagando en efectivo tendremos que dar la vuelta pronto.
A pocos kilómetros de San Francisco, al salir de una curva, un animal cruzó frente al automóvil, dando grandes saltos.
— ¡Un pumita! —dijo Miguel.
— ¡Un gato! —replicó Vasquito.
El animal, apenas dejó la ruta, subió a un peñasco donde se detuvo, observándolos.
— ¡Qué hermoso gato de monte! —insistió Vasquito.
—Pasame el rifle —pidió Miguel.
—No le tirés, debe estar cuidando la cría, de otra forma no se hubiera parado.
Miguel bajó la ventanilla y apuntó. El disparo retumbó en las sierras que bordean el camino.
—Le diste —dijo Julio al mismo tiempo que el gato montés daba un salto y se desplomaba.
Bajaron del auto y rodearon al animal. Después de asegurarse que estaba muerto. Miguel lo tomó de las patas traseras y lo cargó hasta el vehículo. Allí lo guardó en el baúl, junto a los cueros comprados.
Al continuar, Vasquito, que había reiniciado la ronda de mate reiteró:
—Pobre bicho, seguro que tenía las crías cerca.
—Mala suerte para él, a nosotros su piel nos ayudará a pagar la nafta —respondió Miguel.
—Es la primera vez que veo uno, dicen que son feroces —intervino Julio.
—Si se los ataca, pero te puedo asegurar que si alguien los cría son más fieles que los perros —aclaró Vasquito.
— ¿Se pueden criar en cautiverio? Nunca lo hubiera pensado.
—Preguntale a Caruño Durán, fue la respuesta de Vasquito haciendo referencia a un conocido arquitecto, amante de la caza, eximio arquero —agregó luego—: Crio dos machos. Los tenía en el fondo de la casa, en una jaula donde solo él podía ingresar. Daba gusto verlo jugar con ellos.
—Tipo simpático, algo bohemio —sintetizó Miguel pensando en Caruño Durán.
—¿Es cierto que caza carpas con el arco? —preguntó Julio.
—Yo lo he visto, en el dique La Florida. Pero eso no es nada, a treinta metros te apaga una vela, informó Vasquito.
— ¿No serás andaluz? —bromeó Miguel.
—Él le ha enseñado a todos. Es cazador casi profesional. Respeta los códigos. Además, aunque suene contradictorio, ama a los animales. No sé si recuerdan que crio un pecarí. Lo llamaba Simón e iba con él a la confitería —dijo Vasquito.
—Es medio excéntrico también —afirmó Miguel completando inconscientemente su definición anterior.
—Es un tipo que sabe —insistió Vasquito—. Y el que sabe, siempre es un poco raro. Conoce características y costumbres de cada especie que habita la provincia. Recuerdo que uno de los Mainero, el dueño de la carnicería ubicada en calle Lavalle, le propuso cubrir una gata común con los gatos de monte criados por Caruño. Este aceptó recomendándole que la trajera al cuarto día de iniciado el celo. Así se hizo y la gata fue cubierta no bien ingresó a la jaula. Caruño le aconsejó que la llevara, pero Mainero le dijo que era mejor, para asegurar el servicio, dejarla esa noche. “Si la dejás te la matan. Estos gatos cuando cubren una bastarda la atacan y le comen los sesos” —dijo el arquitecto, pero Mainero contestó que eso era creer en brujas y no la llevó. A la mañana siguiente la gata estaba muerta, con la cabeza destrozada.
—Me revolviste el estómago —protestó Julio.
—Una historia macabra. Decime Vasquito ¿el gato montés es lo mismo que el de las pajas? —preguntó Miguel.
—Para nada. Son diferentes en tamaño y color de pelo. No te puedo decir mucho más.
—Con un experto como vos tendremos que cuidarnos en no comprar cueros de liebres —bromeó Julio.
Ingresaron a San Francisco del Monte de Oro, un bello pueblo al pie de la montaña, donde Domingo Faustino Sarmiento enseñó por primera vez cuando solo tenía 15 años. Lugar que guarda en su suelo una riqueza arqueológica importante y no es difícil encontrar puntas de flecha, conanas y piedras talladas de la cultura huarpe. Y si se toma el trabajo de ascender la montaña es posible ubicar, con la ayuda de un guía, los vestigios de cementerios indígenas.
En la villa se entrevistaron con Salama, uno de los comerciantes más fuertes de la región. Este, después de escucharlos les dijo que el precio ofrecido era bueno, pero no tenía intenciones de vender.
Decidieron seguir viaje. Julio se encargó de justificar el fracaso.
—Al ver a tres novatos, Salama olió que algo pasa y se propuso esperar. Él está en condiciones económicas para retener una mercadería que puede subir.
—Ha hablado como contador —dijo Miguel riendo.
Luján les resultó favorable. Pudieron comprar gracias a la colaboración de un antiguo habitante de la villa, don Antonio Moyano. Quien tanto los había ayudado, se encargó también de solucionar otro problema.
—Les alquilo mi chata —dijo refiriéndose así a una pickup Ford destartalada y agregó—: Ustedes cargan y esta noche, cuando regresen, les tendré un chofer.
Antes de dejar la villa fueron a un bar. Allí, sin Moyano presente, festejaron la compra efectuada.
— ¿Servirán? —preguntó Miguel.
— ¿Por qué no? El pelo es firme, de invierno, no creo que el alemán los rechace —opinó Vasquito con gesto de conocedor.
— ¿Sabían que Luján se denominaba Río Seco por el siglo dieciocho? —preguntó Julio.
—Está a punto de hablar la enciclopedia —se burló Miguel.
—Ese cauce vacío en invierno, a partir de noviembre trae un agua cristalina y perfumada —confirmó Julio sin prestarle atención. Y se cuenta que alguna vez también arrastró oro. Esta es tierra de Juan Francisco Loyola.
—No lo conozco —interrumpió Vasquito.
—Militar valeroso. Fue el encargado de rechazar los montoneros que venían de La Rioja. A él se le debe la construcción del templo para cobijar a la Virgen de Luján, me parece que estoy gastando pólvora en chimangos —concluyó Julio dando a entender que perdía el tiempo tratando de ilustrar a sus acompañantes.
Al mediodía alcanzaron Quines. Fueron directamente a la casa materna de Julio.
La casa antigua, bien mantenida, estaba ubicada a metros de la plaza principal. El salón de recibo y comedor ocupaba la habitación con ventana a la calle. Los dormitorios en fila, daban a una galería cubierta y al final la cocina.
Rosa, la madre de Julio, los recibió efusivamente y los condujo hacia el fondo, donde Juanita, la criada, asaba un lechón bajo un parral de cepas desnudas, revueltas, sin podar.
— ¿Qué les parece? —preguntó.
— ¿El lechón? No dejaremos ni el rastro —contestó Miguel.
La sobremesa se extendió. Como es habitual en los pueblos cuando estaban tomando café llegaron visitas. Tres mujeres de edad similar a la de Rosa, igualmente excedidas en peso, con el mismo interés por saber el motivo por el cual andaban por ahí.
Vasquito les explicó en forma tan confusa la razón del viaje que las recién llegadas solo atinaron a decir: “¡Qué bien!”, y lo invitaron a jugar un chinchón donde perdió sin atenuantes. Hecho que fe reconocido en privado con la frase “Esas viejas juegan bien”.
Como era la hora de la siesta decidieron ocupar el tiempo en encontrar una segunda camioneta para el supuesto que tuvieran un éxito igual al obtenido en Luján.
Pascuita, un exempleado del banco, eterno frecuentador de los bares del pueblo, no tardó en conseguirla. Su curiosidad para saber en qué sería empleada, no pudo vencer la reserva de Julio.
Por la tarde, visitaron el almacén de Flores sin mayor resultado, pero después fueron a Garrofer, el establecimiento de los hermanos García y ahí la historia cambió. Compraron mil cueros.
A esa altura era imposible que no empezaran a sacar cuentas. Y los resultados que obtenían les alimentaba la codicia. Razón que los llevó hasta Candelaria donde hicieron una excelente comprar en lo de Farut.
Ya era de noche cuando se despidieron de Rosa y Juanita. El automóvil inició la marcha. Atrás lo seguían dos camionetas cargadas al máximo. En Luján se les unió la contratada a Moyano.
Miguel enfrentaba un inconveniente personal, el olor que despedían los cueros lo descomponía y cada tanto pedía que se detuvieran para vomitar.
—Hacer un buen negocio requiere sacrificios —dijo con sonrisa desfalleciente a la altura de Suyuque, cuando su estómago estaba vacío y las arcadas solo le extraían un líquido transparente.
Eligieron la casa de Vasquito para depositar lo adquirido. A medianoche, cuando las camionetas estuvieron descargadas, los choferes pagos y los cueros ordenados, los tres se sentaron a contemplar las pieles y comentar las contingencias vividas.
Vasquito, que parecía transitar un período de euforia, hacía proyectos para invertir su ganancia.
Julio, sin decirlo, pensaba que se había aprovechado de su gente al actuar como intermediario para obtener un importante beneficio. También le preocupaba cubrir los cheques entregados y por momentos se decía que el alemán no vendría.
Miguel reflexionaba así: “Es un negocio para repetir, dos o tres veces al año. La diferencia que se consigue es buena”. Ignoraba, lo que aprendería muy pronto, que en asunto de pieles los novatos pagan duro el derecho de piso. Pero esa es otra historia. En esta, Meissinger, el alemán, fue puntual.
*Texto incluido en el libro Cuentos del Viento.
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