En el primer aniversario del fallecimiento del médico, su hija Celeste nos brinda un emotivo relato de la vida de su querido padre. Con una trayectoria marcada por el servicio médico, la devoción familiar y la sencillez, el Dr. Sosa dejó una huella imborrable en la comunidad de Luján y más allá.

Por Celeste Sosa
José Gilberto Sosa, mi papá, nació el 25 de enero de 1930 en San Francisco del Monte de Oro. A los 8 años quedó huérfano y fue entonces cuando Don Jovino Fernández en un enorme gesto de compasión y amor, lo adoptó y lo llevo a vivir a Quines. La farmacia, la pianola y las reuniones sociales en la casa de los Fernández, serian recuerdos que lo acompañaron toda su vida.
Hizo la escuela secundaria en el Colegio Nacional de Villa Mercedes, donde fue inmensamente feliz, según nos comentaba cuando evocaba esa etapa de su vida. Sus amigos, los viajes de estudio y una beca que le permitió tener dos bicicletas, llenaron su alma de hermosos recuerdos.
“La primera vez que fui a Buenos Aires fue en la escuela secundaria y, esperando para cruzar la calle junto a mi grupo de estudiantes, alguien me gritó desde un colectivo “Chau Gilberto!!”, nunca supe quién era”, nos contaba esta historia risueño pero tan intrigado como aquel día en la capital porteña.
Más tarde se fue a estudiar medicina a Córdoba. En ese camino empezó a juntarse con otro estudiante, Carlos Rosales, quien lo invitaba constantemente a comer a su casa. Y fue allí, en esa casa del barrio de San Vicente, en que se puso de novio con la hermana de su amigo, Olga, mi madre.
Ella le dio un sentido a su vida… un sentido y un refugio. Se recibió de médico y tuvo un destino. Ella lo acompañó, lo ayudó, lo cuidó y juntos formaron un hogar.
Se casaron en ese mismo barrio cordobés en 1965 y luego del nacimiento de mi hermano mayor, Pablo, se mudaron a Luján, a la casa materna de mi madre. Allí los esperaba trabajo, algo que no había sido muy prolifero en la docta, y tres hijos que llegaron para completar la familia: Silvia, yo y Fernando.
Aunque su niñez y adolescencia transcurrieron en el centro de Quines, a una cuadra de la plaza y del club, plenas de andanzas con Tino Amodey y Benito Rodríguez, su hogar fue Luján. Y aunque en sus últimos años costaba hacerlo viajar a la tierra de las naranjas, fue allí donde se convirtió en esa persona amable, simpática y cariñosa que hoy todos recuerdan.
Durante muchos años fue médico en el Hospital Luján, en condiciones difíciles, cuando era Dispensario. Desde allí desarrolló su enorme tarea (aún hoy poco reconocida) profesional y humana. Fue impulsor del Círculo Médico del Norte junto a colegas de la zona. Durante casi 10 años, semanalmente viajó a llevando su servicio y asistencia a “las salas” de La Botija, Lomas Blanca, La Avenencia y otros parajes de los cuales volvía tapado de tierra y lleno de regalos de sus pacientes.
Fue ampliamente reconocido por ser incondicional hincha de Boca Juniors, pasión que solo su nieto Agustín pudo hacer vacilar cuando le salió fanático de San Lorenzo. Pero jamás dejo de sufrir y reír con los partidos de los bosteros, aun cuando la comisaria de Luján tenía amplia mayoría de hinchas de River Plate, y en su camino al hospital, era un paso obligado. Si el súper clásico lo ganaba Boca, los lunes pasaba orgulloso frente a los policías; en cambio si el ganador era de Núñez, mi papá cortaba camino por detrás de la Municipalidad.
Así fue su vida, simple, austera, sin muchos viajes, con una vida social moderada y siempre dispuesto a brindar su servicio a quien se lo pidiera. Su sonrisa, sus chistes simples, sus dichos precisos para cada ocasión y su corazón sencillo son sin dudas las cosas que todos en Luján recuerdan de él.
En el año 1996, se mudó definitivamente a vivir a San Luis porque nosotros, sus hijos, fuimos yéndonos de a poco del pueblo y él nos siguió.
Trabajó en varios centros de salud hasta que finalmente se jubiló. Siguió manteniendo una vida simple y sencilla, alegrada por sus nietos Agustín y Melina, acompañado por sus mascotas y con la férrea compañía de mi madre.
Porque así fue mi padre, alguien que no hacía ruido, que no levantaba la voz, pero cuya presencia llenaba la casa. La familia giraba en torno a él, a sus cosas.
El 13 de agosto de 2022, a sus 92 años, se despidió de nosotros. En nuestra casa, rodeado de la familia, en paz, sin sufrimiento.
En esos últimos días que compartí con él, recuerdo una siesta que mi sobrino Agustín (médico también como papá y mi hermana) le cambiaba el suero y le tomaba los signos vitales a un abuelo inconsciente pero que no se daba por vencido y seguía respirando. No pude dejar de pensar en ese niño de 8 años que 84 años atrás se quedaba solo en el mundo. Le dije al oído, “Descansa tranquilo papi de mi corazón, gracias por todo”.
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