En cuarentena, quedate en casa. Desde Norte Puntano, te compartimos textos de autores de la región.
Mauro César Coria, Moro, nació el 24 de febrero de 1980 en la ciudad de San Luis pero toda su vida transcurrió en San Francisco. Cursó su primaria en la Escuela Provincial N° 48 Faustino F. Berrondo y obtuvo el título de Bachiller con Orientación Pedagógica en la Escuela Normal N° 4 Superior Sarmiento. En el año 2004 se fue a vivir a la ciudad de San Juan, dónde se recibió de Técnico Superior en Sistemas de Computación. Actualmente es docente en colegios de nivel primario y secundario, tiene tres hijos y encuentra en la escritura un cable a tierra que lo acerque aún más a los orígenes del pueblo que añora cada día más. En instagram ha empezado a publicar algunas cosas sueltas cuando el tiempo se lo permite (@lasletrasdelmonte)
Dante
Año 1998.
El camino a la escuela Normal era un recorrido de varios lugares que me llevaba desde casa al aula en unos treinta minutos. Recorría un poco la calle San Pedro, en el Barrio 4 de octubre, hasta laAvenida Alberdi, calle por la cual se accedía al pueblo y que en ese tiempo era de dos manos. En la esquina de Don Frías doblaba hacia el centro y con las carpetas en una mano y la otra en el bolsillo rumbeaba hacia el destino obligado de todos los días. Zapatos, jean, camisa celeste y corbata azul eran los colores que reinaban en las mañanas de San Francisco junto al blanco de los guardapolvos de las chicas que iban más arregladas y prolijas que nosotros.
Poco a poco en mi camino iba encontrando a otros que comenzaban el mismo trajín, algunos en auto, otros en bicicleta y muchos caminando. Pero todos con sueño.
Iba derecho hasta la calle San Martin, la que lleva directo al hospital del pueblo y la que al recorrer una cuadra desemboca en la plaza frente a la iglesia, allí tenía que elegir entre doblar o seguir derecho hasta donde terminaba la calle Alberdi en una curva llena de árboles verdes, grandes y frondosos para encontrarme con el edificio de una escuela que ha visto pasar a miles de alumnos de todo el norte puntano, con un patio lleno de lomas y un rio tan cercano que se escuchaba en las mañanas frías llenas de rocío con nubes grises cerquita de los ventanales de cada aula o doblar y continuar por pleno centro por la calle Sarmiento. Un día un camino, otro día otro y así se me pasaba la semana eligiendo distintas veredas para llegar a la escuela.
Al cruzar la puerta me encontraba con un mundo de ruidos que el pueblo no emitía a esas horas, cambiaba la tranquilidad de la mañana por el bullicio de cientos, las calles por pasillos, ruidos de pájaros por timbres y veredas por escaleras. Entrabamos ya pensando en la siesta.
Y mientras el sueño se evaporaba tras cruzar el marco verde de la puerta principal, erguido, carpeta en mano, corbata con nudo perfecto y camisa reluciente, mi preceptor de 6° año me preguntaba:
-¿Buenos días, Coria?
-Buenos días, prece.
Palmada fuerte en la espalda y al aula. Me despertaba sí o sí.
Dante Lucero había nacido un 28 de septiembre de 1937 y con todos esos años vividos se paraba en la puerta con un papelito en la mano para rasparnos la cara y comprobar ruido mediante si nuestra barba de unos pocos días era lo suficientemente larga como para hacernos volver y hacer el recorrido inverso hasta nuestra casa. Rabeaba con los varones más que nada ya que las chicas eran dentro de todo, correctas y ordenadas. No se perdían camino al baño como nosotros ni dejaban la vida en un partido de futbol 5 contra 5 en el patio (bueno, algunas sí). Ellas formaban derechito y no hablaban (bueno, otra vez… algunas sí).
Dante era un amigo y un maestro. Nos defendió ante travesuras, nos contuvo ante retos y festejaba con nosotros por habernos sacado un siete que arañaba el aplazo con bombos y platillos. Dante se sentaba con nosotros en el aula, cruzaba su pierna y reía con nosotros en las horas libres, su mano pesada en el hombro de alguien triste le propinaba contención y se convertía para nosotros en un pájaro que volaba alto y protegía a sus pichones ante las faltas que se nos iban de las manos.
Desde que tengo uso de razón lo veía con una guitarra en la mano, con niños y grandes alrededor suyo mirándolo con asombro, respeto y una admiración que se había ganado a base de talento y de una gran comprensión para con sus alumnos que veían en él a un padre más que a un profesor. Formó cantores y personas desde notas musicales y desde papeles en la mano buscando detalles de lunes a viernes en cada varón que entraba a su segunda casa. Papeles que tenían escritos suyos que se le ocurrían en medio de los pasillos o yendo a su casa o antes de dormir.
Un día me mostró uno y me animé a mostrarle los míos, los gritos de hora libre de mis compañeros de curso simularon un poco mis nervios ante lo atrevido de mi accionar, recuerdo que había escrito una historia sobre un leñador que se perdía en el bosque y la noche lo había encontrado sediento, con hambre y asustado buscando la vuelta a su cabaña. Se sentó en mi banco, se colocó sus anteojos y se acomodó a leer de la forma exacta que un escritor quiere que lean sus versos, con atención. Terminó, sonrió, se sacó los anteojos, me miró y me dijo con esa voz entre ronca y milonguera que tenía:
-No dejes de escribir.
Y yo dejé de escribir.
Me hizo falta más Dantes en mi vida, creo que a todos nos hizo y nos hace falta más personas como él, muchas veces perdemos el rumbo y una palmada de esas fuertes que él daba nos hubiese corregido a tiempo. San Francisco fue el lugar que él eligió y que hoy lo extraña cuando una tonada revuela en los patios con parrales llenos de uva o alguna historia de calles descalzas quiere que cuenten su historia. A Dante le llegaban los sueños de los demás y él los convertía en realidad.
Son cerca de las 12 y hay que volver a casa, alguien controla que nos formemos correctamente, que las camisas y los nudos de corbata sigan en el lugar que corresponde y que los guardapolvos blancos mantengan el mismo color.
Dante no nos habla mucho, nos mira y corrige con la mirada. Ávido en elegir sus palabras ante un reto o un festejo, sabía exactamente qué decir y cómo decirlo. Cómo por ejemplo esa vez que le contestó a una madre que quería que le enseñara a tocar la guitarra a su hijo:
– Decile que venga, algo vamos a hacer.
Creo que algo hizo.
Gracias Dante, por ayer, por el hoy y por siempre.
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